20.10.09

J'accuse!

J’accuse!

por Rodolfo Alonso

a Emile Zola,
que conoció otros tiempos


¿Tiene sentido, todavía, una pregunta tonta, una simple pregunta? ¿Tienen todavía sentido las preguntas? ¿De dónde fluye la poesía, de dónde venía, como un agua de todos, cuando manaba con rabiosa inocencia?
En lo alto de la infancia, mientras las tardes eran tardes, y sobre el cielo abierto de las plazas que no habían cegado aún de cemento podía esperarse que madurara lerdamente, con tiempo de dejarlo crecer, un atisbo de crepúsculo, en la mágica intimidad que horadaba el autismo ya creciente de la urbe, las niñas saltaban sobre sí mismas a la cuerda y, como derviches danzarines en el momento justo, dejaban oír las mismas rondas infantiles que habían venido viviendo en el idioma desde siglos atrás, nacidas en un tiempo y en un lugar preciso aunque desconocido, pero esparcidas por los vientos del mundo sobre los más diferentes rincones del planeta y de los años. Y en el atardecer que volvían sagrado, la moneda corriente del lenguaje, el canto rodado que era flor de la lengua, más humana que nunca, en cada una y en todas esas niñas madres de las canciones, alumbraban el fuego secreto, dejaban flamear sin proponérselo y a fondo el fénix restaurador de la poesía.
Nadie se daba cuenta, quizás, pero eso ocurría, entonces. Y era tan esencial y nutritivo como el oxígeno que desprendían las hojas de los árboles, también sagrados en su vida fecunda y generosa.
Cuando un hombre nacía, cuando era echado al mundo, por más pobre que fuera, su primer refugio en la desnudez desolada de lo abierto eran los brazos de una madre, y su primer contacto con la vida, todavía instintivo, era el olor, el calor, el amor animal de la hembra que le llegaban por la piel, por el instinto, por la nariz, por los oídos, por los ojos, por el tacto y contacto de una voz que sin propósitos de lucro, de industria o de mensaje le transmitía el contagio feliz de la empatía, la tibieza de un rescoldo lejano, el calor de la tribu junto a los fuegos de la especie, la materia del mundo y de la vida, el terror y el temblor de la palabra humana, el sonido sentido, el sonido del sentido, de los sentidos, flagrante y contagioso, puro sonido aún, puro sentido, contagio de lo tibio y lo turbio y lo vivo y lo caliente, de un puro seno vivo de mujer, de una voz que acunaba, contra el terror del mundo, para civilizarnos, con salvaje inocencia, para traspasarnos de lenguaje y el lenguaje no apenas como un instrumento, una herramienta, un útil, sino como un mar que nos envuelve y que nos constituye.
Yo acuso. Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han hecho sofocar la canción de las hojas de los árboles del mundo y a los pájaros que había en ellos.
Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han desacralizado el cuerpo del planeta, que han convertido el aire en mercancía, la luz en precio, el ocio en industria.
Yo acuso a los presidentes de las multinacionales que han entronizado contra natura una imagen anafrodisíaca de la hembra, que han envilecido el misterio del sexo, el milagro del tiempo y del espacio.
Yo los acuso de haber impedido el desarrollo normal de la poesía, que no fluye de las academias ni de las bibliotecas ni de ningún estrado de marfil (¡oh Dylan!), sino casi seguramente de las rondas infantiles y las canciones de cuna que mantenían encendida y encendían en cada cachorro humano la posibilidad de la música del mundo.
Y me acuso sobre todo a mí mismo de no haber hecho nada para impedirlo, de no haber sido capaz, en absoluto, de impedirlo, de impedir ese maldito crimen de lesa poesía.
Quieran los dioses tenérnoslo en cuenta, cuando llegue el momento, si es que llega.

(De El arte de callar, 2003)
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