22.10.09

Un sueño de Baudelaire

Selección, traducción y nota de Rodolfo Alonso

El jueves 13 de marzo de 1856, un poco antes de las cinco de la mañana, al hacer ruido con un mueble, Jeanne Duval despierta a Baudelaire. A quien el sueño que acaban de interrumpir le resulta tan raro como para sentir la irreprimible necesidad de contárselo en detalle a su gran amigo, Charles Asselineau, en una carta que se pone a escribir de inmediato. Disponemos así de un documento tan tocante como estremecedor: un sueño con fecha, narrado por su protagonista. Sería suficiente para volverlo riquísimamente invalorable, especialmente por tratarse de quien se trata: un autor en cuya obra los sueños han tenido un rol fundamental. Pero a ello se añade un contexto no menos estremecedor: recién en ese día que comienza, Baudelaire iba a recibir ejemplares de su primera obra literaria publicada, que desde siempre ansiaba ofrecer a su distante y fría madre como reivindicación de su entero destino. Y ese libro, doblemente sintomático, Histoires extraordinaires, es además la primera traducción de Poe, un artista con el cual se sentirá ineludiblemente identificado, y a quien en el mismo prólogo de esa obra va a relacionar con el otro gran fantasma de su vida: Gérard de Nerval. No es por azar que de ese sueño tan misterioso y tan misteriosamente documentado haya surgido uno de los libros más singulares sobre este singular autor: Histoire extraordinaire, de Michel Butor (Gallimard, París, 1961), que se abre y se entrelaza, enriqueciéndose, en las más diversas pero siempre concomitantes direcciones, pero autodefiniéndose en forma sintomática como “ensayo sobre un sueño de Baudelaire”. En testimonio irrefutable de la hondura con que todo esto caló en la personalidad del gran poeta de Les fleurs du mal, baste ese otro indeleble documento de su amigo Catulle Mendès, recordando una estremecedora noche que pasaron juntos en 1865. Las conclusiones, inevitables y nunca definitivas, permanecen abiertas.
Rodolfo Alonso

CARTA A CHARLES ASSELINEAU

Jueves 13 de marzo de 1856.

“Mi querido amigo,

Puesto que los sueños le divierten, he aquí uno que, estoy seguro, no le disgustará. Son las cinco de la mañana, hace mucho calor. Note que no es sino una de las mil muestras de los sueños por los cuales soy asediado, y no tengo necesidad de decirle que su singularidad completa, su carácter general que es ser absolutamente extraños a mis ocupaciones o a mis aventuras pasionales, me llevan siempre a creer que son un lenguaje jeroglífico del cual no tengo la clave.
Eran (en mi sueño) las dos o las tres de la mañana, y yo me paseaba solo por las calles. Encuentro a Castille, que tenía, creo, muchas compras que hacer, y le digo que la acompañaré y que aprovecharé el coche para hacer una compra personal. Tomamos pues un coche. Yo consideraba como un deber ofrecer a la dueña de una gran casa de prostitución un libro mío que acababa de aparecer. Al mirar mi libro, que yo tenía en la mano, ocurrió que era un libro obsceno, lo que me explicó la necesidad de ofrecer esa obra a esa mujer. Además, en mi espíritu, esa necesidad era en el fondo un pretexto, una ocasión de acostarme, de paso, con una de las muchachas de la casa: lo que implica que, sin la necesidad de ofrecer el libro, yo no hubiera osado ir a una casa semejante.
No digo nada de todo eso a Castille, hago detener el coche a la puerta de esa casa, y dejo a Castille en el coche, prometiéndome no hacerla esperar mucho.
Tan pronto como hube llamado y hube entrado, advierto que mi p... colgaba por la hendidura de mi pantalón desabotonado, y juzgo que es indecente presentarme así aún en un sitio semejante. Además, sintiéndome los pies muy mojados, noto que tengo los pies descalzos, y que los he posado en un charco húmedo, al comienzo de la escalera. ¡Bah!, me digo, los lavaré antes de hacer el amor, y antes de salir de la casa. Subo. A partir de ese momento, ya no se hace más cuestión del libro.
Me encuentro en vastas galerías, que comunica entre sí, -- mal iluminadas, de un carácter triste y ajado, -- como los viejos cafés, los antiguos gabinetes de lectura o las viles casas de juego. Las muchachas, esparcidas a través de esas vastas galerías, conversan con hombres, entre los cuales veo colegiales. Me siento muy triste y muy intimidado; temo que vean mis pies. Los miro, noto que hay uno que lleva un zapato. Algún tiempo después, reparo en que hay dos calzados. Lo que me asombra, es que las paredes de esas vastas galerías están adornadas con dibujos de todas clases, enmarcados. Todos no son obscenos. Hay incluso dibujos de arquitectura y figuras egipcias. Como me siento de más en más intimidado, y no oso abordar a una muchacha, me divierto examinando minuciosamente todos los dibujos.
En una parte alejada de una de esas galerías, encuentro una serie muy singular. En una multitud de pequeños cuadros, veo dibujos, miniaturas, pruebas fotográficas. Representan pájaros coloreados, con plumajes muy brillantes, cuyo ojo está vivo. A veces, no hay más que mitades de pájaros. Representan a veces imágenes de seres extraños, monstruosos, casi amorfos, como aerolitos. En un rincón de cada dibujo, hay una nota: la muchacha tal, con años de edad, ha dado a luz este feto, en tal año. Y otras notas por el estilo.
Se me ocurre reflexionar que ese género de dibujos es bien poco adecuado para dar ideas de amor. Otra reflexión es ésta: no hay verdaderamente en el mundo más que un solo diario, y es El Siglo, que pueda ser tan bruto como para abrir un prostíbulo, y poner allí al mismo tiempo un museo de medicina. En efecto, me digo de pronto, es El Siglo el que ha puesto los fondos para esta especulación de burdel, y el museo de medicina se explica por su manía de progreso, de ciencia, de difusión de las luces. Entonces, reflexiono que la estupidez y la tontería modernas tienen su utilidad misteriosa, y que, a menudo, lo que ha sido hecho para el mal, por una mecánica espiritual, gira hacia el bien.
Admiro en mí mismo la precisión de mi espíritu filosófico. Pero, entre todos esos seres, hay uno que ha vivido. Es un monstruo nacido en la casa y que se mantiene eternamente sobre un pedestal. Aunque vivo, forma parte entonces del museo. No es feo. Su figura es incluso linda, muy curtida, de un color oriental. Hay en él mucho de rosa y de verde. Se mantiene acurrucado, pero en una posición rara y contorsionada. Hay además algo negruzco que gira muchas veces alrededor de sus miembros, como una gruesa serpiente. Le pregunto qué es: me dice que es un apéndice monstruoso que le parte de la cabeza, algo elástico como el caucho, y tan largo, tan largo, que, si lo enrollara sobre su cabeza como un rodete, sería mucho más pesado y absolutamente imposible de llevar: que, desde entonces, está obligado a llevarlo alrededor de sus miembros, lo que, por otra parte, causa un efecto más bello. Converso largamente con el monstruo. Me informa sus fastidios y sus pesares. Hace muchos años que está obligado a mantenerse en esa sala, sobre ese pedestal, por la curiosidad del público. Pero su principal fastidio, es a la hora de comer. Tratándose de un ser vivo, está obligado a comer con las muchachas del establecimiento, -- de caminar vacilante, con su apéndice de caucho, hasta el comedor, -- donde tiene que mantenerlo enrollado a su alrededor, o colocarlo como un paquete de cuerdas sobre una silla, porque, si lo dejara arrastrar por tierra, eso le volcaría la cabeza hacia atrás.
Además, está obligado, él pequeño y encogido, a comer al lado de una muchacha grande y bien hecha. Me da por otra parte todas esas explicaciones sin amargura. No oso tocarlo, pero me intereso en él.
En ese momento (eso ya no es del sueño), mi mujer hace ruido con un mueble en el cuarto, lo que me despierta. Me despierto fatigado, roto, molido en la espalda, las piernas y las caderas. Presumo que dormía en la posición contorsionada del monstruo.
Ignoro si todo eso le parecerá tan grotesco como a mí. Al buen Minet no le sería fácil, supongo, encontrar allí una adaptación moral.
Totalmente suyo.

CH. BAUDELAIRE.”


UNA NOCHE CON BAUDELAIRE (1865)

“De golpe, pero con una voz contenida, casi no articulada, con una voz de confidencia: “¿Ha conocido a Gérard de Nerval? – No, le dije.“ Él continuó: “no estaba loco. Pregúntele a Asselineau. Asselineau le explicará que Gérard no estuvo nunca loco: sin embargo se ha suicidado, se ha ahorcado. Usted sabe, a la puerta de un tabuco, en una calle infame. ¡Ahorcado, se ha ahorcado! ¿Por qué eligió, decidido a morir, la vileza de ese lugar y de un pingajo alrededor del cuello? Hay venenos sutiles, acariciantes, ingeniosos, gracias a los cuales la muerte comienza por la alegría, al menos por el sueño...” Yo no decía nada, no osaba hablar. “¡Pero no, no, continuó él, alzando la voz, casi gritando, no es verdad, no se ha matado, no se ha matado, se han engañado, han mentido! ¡No, no, no estaba loco, no estaba enfermo, no se ha matado! ¡Oh!, ¿no es así?, ¡va a decirle, va a decirle a todo el mundo que no estaba loco, y que no se ha matado, prométame decir que no se ha matado!” Yo prometí todo lo que quería, temblando, en las tinieblas. Cesó de hablar. Pensaba en ir a la cama para acostarme, descansar un poco. No me movía, con miedo de golpear algún mueble, y, también, esperaba no sé qué. De pronto un sollozo estalló, sordo, contenido, como de un corazón que revienta bajo un gran peso. Y no hubo más que un solo sollozo. El miedo me apretó en la inmovilidad. Estaba quebrado, cerraba los ojos para no ver la sombra, delante de mí, en el espejo...
Cuando me desperté, Baudelaire ya no estaba allí...”

CATULLE MENDÈS

(Traducciones de Rodolfo Alonso)

APÉNDICE


CRÍTICOS DE BAUDELAIRE

Rencores literarios
graves agravios grávidos
pequeñeces sin sangre
sombra semen sudor
miserables miserias
gigantes de lo bajo
ciegos cerebros torpes
corazón amarillo
resollando en su barro

Plumas de plomo plano
promotores cambistas
urdiendo maniobrando

Un artista del hambre
sabrá resplandecer

RODOLFO ALONSO

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