14.1.13

Andrew Marvell, el brioso puritano








Entre los más renombrados poemas de un muy singular lírico inglés del siglo XVII está, según la versión de nuestro Basilio Uribe: “Para exaltar a las musas”.
De escasísima obra aparecida en vida, Andrew Marvell (1621-1678) se hizo famoso en su tiempo, e incluso más allá, no sólo por su reconocida probidad como hombre público sino, también, por la sólida entereza con que supo persistir en sus convicciones. Republicano en la monárquica Gran Bretaña, tuvo además el coraje de ayudar a su amigo John Milton cuando cayó en desgracia (cosa que no dejó de ser valorada, luego, nada menos que por William Wordsworth).
Todas esas virtudes opacaron al parecer, en su época, el brillo de su personalidad como poeta, pero no lograron extinguirla. Latente a través de los siglos, comienza a ser reconocido primero por el celebrado ensayista Charles Lamb (1775-1834) y, después, en su debido momento, ya en pleno siglo XX, hacia 1921 el sesudo y fundacional T. E. Eliot (1888-1965) le da un creciente impulso a su prestigio con un ensayo sin duda favorable.
A pesar de sus firmes convicciones, Marvell ya en vida solía escandalizar a los correligionarios puritanos con sus escapadas de lo acostumbrado. No sólo era fácil encontrarlo en las tabernas, sino que se animaba a usar pelucas diferentes, ¡y hasta a emplear lenguas distintas, como el francés!, lo que en su tiempo y su lugar era algo escandaloso. Todo ese costado anticonvencional y quizá desenfadado de su carácter, que no afectó como sabemos al probo miembro de la Cámara de los Comunes que también era, se manifestó como evidencia lograda –sobre todo para sus admiradores del futuro– en uno de sus textos más renombrados: ‘To his Coy Mistress’, el mismo que Uribe tradujo en Argentina como ‘A su señora esquiva’.
En el alto espíritu de otra doble personalidad como fue la del indeleble John Donne (1572-1631), ese místico británico que se inicia como un hedonista (y que también iba a ser reconocido por el siglo XX), el objetivo de aquel significativo poema de Andrew Marvell está dirigido hacia una finalidad tan vieja como el hombre: convencer a su dama que no deje envejecer sus encantos sin ponerlos en práctica. Pero, más allá de esas comprensibles, compartibles intenciones, claro, y por encima de que todo ello esté  ligado en forma indisoluble –como debe ser– con el texto en que se encarna, lo verdaderamente memorable es el brío y el donaire que aquel puritano Andrew Marvell supo cuajar en la poesía (y por lo tanto en la lengua) inglesa de su época.




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