2.2.13

No es difícil amar a Leopardi





Opinión

Rodolfo Alonso

No es difícil amar a Leopardi

RODOLFO ALONSO 28 de enero de 2013
No es difícil amar a Giacomo Leopardi. Y no sólo por la tocante y temblorosa precisión de su poesía, de sus ‘Canti’ indelebles, sino también –además– por el hombre que allí se nos revela. Aunque leer ese espléndido logro de una cultura y una lengua, a la altura de la mejor poesía europea, suele hacernos olvidar tanto la identidad nacional que convocó a construir, como el flagrante patetismo de su biografía. Porque el desdichado hijo del conde Monaldo y de la marquesa Adelaida Antici, nacido en Recanati el 29 de junio de 1798, no sólo arrastraba un cuerpo contrahecho y predestinado para la desgracia, sino que murió realmente joven, poco antes de cumplir los 39 años, el 14 de junio de 1837, en el refugio que le había ofrecido en Nápoles uno de sus pocos amigos, el fiel Antonio Ranieri.
Pero aquella fragilidad quizás era sólo aparente. Decidido negador de un supuesto dualismo, su lucidísimo espíritu se aferraba a ese único cuerpo que (a pesar de todo) le daba el mundo. Y en una parábola ejemplar, fue capaz de ofrecernos –y ofrecerse–, con su altísima poesía, una evidencia latente de verdad y belleza. Pero no sólo eso.
Durante buena parte de su existencia fue apuntando en el ‘Zibaldone’, comenzado en el verano de 1817 y que abandona recién en el invierno de 1832, mucho más que un diario de vida o un anotador de reflexiones. Con esa casi despiadada lucidez que el genio italiano guarda para desconcertar a quienes se conforman apenas con postales para turistas, Leopardi erigió allí uno de los testimonios más desoladoramente veraces pero, también, una de las aventuras intelectuales más hondas y abiertas del pensamiento occidental, al que justamente esas páginas contribuyen a poder llamar moderno.
“Jamás me he sentido tan vivo como al amar”, escribió (sin duda de forma luminosa) en una de sus primeras páginas. Pero también, más hacia el final: “Vivir sin uno mismo, disfrutar de algo sin uno mismo, es imposible”. Y si bien no es incierto que los hombres seamos “seres inevitable y esencialmente desdichados”, puede asimismo definirse “el amor a la vida” como “una parte, es decir una operación natural, del amor propio, que necesariamente ha de ser amor de la existencia propia, salvo cuando esta existencia se ha convertido en una pena”. Porque si la enfermedad de pensar, o sea la razón, nos impide ser como niños o como primitivos, pura acción e instinto, nos impide el feliz estado de naturaleza –pero no sólo el que imaginó Rousseau–, las últimas energías que pueden inclinarnos aún hacia la vida no pueden provenir sino de grandes ilusiones, capaces de arrancarnos al letal resplandor de la verdad, a la insaciable avidez de la nada. Esas mismas ilusiones que Leopardi percibe (al menos inicialmente) en la matriz de muchas grandes religiones y de muchos grandes movimientos.
Antes que Baudelaire, que Nietzsche, que Hegel, antes que Freud o el existencialismo, antes que tantos antropólogos o lingüistas de fines de siglo, Giacomo Leopardi se enfrentó con lucidez extrema, por experiencia propia, con las cuestiones clave del hombre definitivamente moderno. Aquel que no es, por supuesto apenas una hoja de calendario. Aquel que bien hubiera podido reiterar, junto con el insospechado San Agustín (354-430) eras antes, que “Mihi quaestio factus sum”, es decir: “He llegado a ser un problema para mí mismo”.
Y lo que es más maravilloso y significativo, este pensamiento de Leopardi, como ocurría cuando aquellos bienaventurados presocráticos que fueron Heráclito, Zenón o Parménides sabían que no puede escindirse al fuego de su calor ni de su llama, no necesitó profesionalizarse como filósofo ni mucho menos apagar su poesía para intentar racionalizarse en un sistema.
Evidencia de uno de los momentos más altos de nuestra condición, reflexión sobre la desdicha y la aventurada ventura que nos hace hombres, el ‘Zibaldone’ bien puede relumbrar (aún con luz negra) junto al inmarcesible resplandor vivo de los ‘Canti’.

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